Currículum vitae
"¿Qué querés ser cuando crezcas?" es una pregunta que se escucha hasta el hartazgo en cenas familiares y aulas de colegio. Si me lo hubieran preguntado a los cinco años, mi respuesta los habría sorprendido. Hoy respondo con absoluta sencillez: yo.
En el afán de ser disruptiva y darle un vuelco radical a mi camino, vendí mis cosas, abandoné los privilegios que había conquistado y crucé el océano junto con mi familia. Aterrizamos en Barcelona, listos para la aventura. Entonces me enfrenté a la inevitable tarea de armar un nuevo currículum para buscar oportunidades. El problema fue que no importaba cuántas versiones hiciera, la conclusión era siempre la misma: quedó para la mierda.
Me explico.
Lo miro y sí, parece muy profesional, pero no me representa. Ningún desconocido podría recolectar de ahí una mínima pista de quién soy. Enumera las etapas más aburridas de mi vida y prescinde de las más interesantes; se lleva puestos los desafíos que marcaron mi modo de ver el mundo y se jacta de logros que podría conseguir cualquiera. Porque, a ver, ¿cuántos abogados, editores o escritores hay por ahí? Miles. Al final, "abogada, editora o escritora" no es lo que soy, sino lo que hago. En cuanto a lo que soy... bueno, soy Sofía, y con eso ya tengo bastante.
Así que pensé en armar un currículum a mi modo: narrando. No voy a contar nada trascendental. De hecho, puede que esté escribiendo para descubrir cómo terminé del otro lado del mundo, con una valija repleta de incertezas, preguntándome "ahora, ¿qué?" y respondiéndome "ni idea".
Pero acá voy, con mi currículum hecho un rollito, lista para plancharla con las manos y entregarlo en algún mostrador (no te preocupes, es una metáfora; sé que estamos en el siglo XXI).
Dic 1989 / Ene 1990 - Aparición en el mundo
Se pone así, ¿cierto? Me faltó el ítem, pero da igual.
Todo comenzó un 26 de diciembre de 1989, fecha por lo menos incómoda para venir al mundo. Y, por lo pronto, venir al mundo no es ninguna boludez. Nadie te pregunta "si tenés ganas" de nacer; dan por sentado que te viene bien. Bueno, a mí seguramente no me entusiasmaba en absoluto, porque esa mañana estaba cómodamente sentada en el vientre de mi mamá, con el culo apuntando hacia abajo y envuelta en el cordón umbilical como si fuera una manta.
¿A alguien le importó mi rechazo a la idea de nacer? No.
De hecho, lo más indignante fue que, como no salí por voluntad propia, los médicos le cortaron de par en par el abdomen a mamá y me arrancaron de prepo. Incluso dijeron que salí con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Aunque no termino de creerlo, sí estoy segura de que, con semejante antecedente, era irrisorio preguntarme, diecisiete años más tarde, a qué me quería dedicar.
Pero no quiero adelantarme. Al final, la vida se me dio bastante bien.
Voy al siguiente ítem, quizás el más importante.
Ene 1990 / Feb 1995 - Rose Marie
La calle Rodríguez atraviesa las seis cuadras del centro comercial de Tandil, en Argentina. A los lados, hay locales de todo tipo: bazares, textiles, joyerías, kioskos, etc. Durante la década del 90', sobre la mano derecha, antes de llegar a la esquina con Sarmiento, estaba la florería Rose Marie. Llevaba funcionando por lo menos cincuenta años y era la tienda de flores más importante de la ciudad. Ahí podías encargar arreglos para fiestas, ceremonias, funerales, comprar detalles para una ocasión especial y mandar a hacer tu ramo de novia.
Era un comercio con fachada de vidrio, puertas de hierro y una campanita que sonaba cuando entraban clientes. Abría paso a un pasillo en U, repleto de flores. Pero lo mejor de Rose Marie no eran los colores ni los aromas. No era el mostrador de piedra blanca, tan pintorezco, que había al fondo. Tampoco la calidez con la que te atendían. Lo mejor de Rose Marie es que ahí vivían mis abuelos. Y que ahí, crecí yo.
Detrás de una puerta disimulada al fondo del local, se extendía la casa. Y qué casa. Un lugar lleno de recovecos. Debajo del taller, donde se preparaban los arreglos, había un sótano bastante tenebroso, con un frigorífico donde guardaban las flores más delicadas. Dos patios internos conectaban las habitaciones; uno de ellos tenía una escalera caracol que llevaba a la terraza. Y el ático… bueno, un mundo aparte. Ahí se apilaban cajas llenas de antiguedades y muebles quién sabe de cuándo. Tenía un aire misterioso, que despertaba mi curiosidad.
Durante esos años mis abuelos y mi mamá se la pasaban trabajando. Mi papá estudiaba abogacía en otra ciudad y estaba con nosotros los fines de semana. Y yo, siendo hija única, tuve que aprender a entretenerme. Así fue que desarrollé una poderosa aliada: mi imaginación. Me inventaba historias de todo tipo. Un día era una princesa que escapaba por la escalera caracol, otro día una detective resolviendo misterios en el sótano, una sirena descubriendo qué hay en las profundidades del océano o una guerrera que jineteaba dragones en la terraza (no niego haber disfrazado al perro de dragón). A los cinco años, cualquier cosa servía como disparador para mis aventuras y, con el tiempo, fui convirtiendo lo cotidiano en un sinfín de posibilidades.
A finales de 1995 nos mudamos con mis padres a la Capital Federal, pero seguí yendo a Rose Marie cada verano y cada invierno. Tanto significó para mí que cuando escucho la palabra "hogar", pienso en esa casa escondida detrás de una fachada de flores. Fue en ese lugar donde comenzó mi pasión por las historias.
Mis abuelos vivieron en Rose Marie hasta que cerró sus puertas, a mis diecisiete años. ¿Que si aprendí el nombre de alguna flor? Ninguno. ¿Aprendí cómo se arma un ramo de rosas? Tampoco. ¿Aprendí con qué frecuencia se riega cada planta? Ni cerca. Pero sí aprendí a caminar, a decir mi nombre con una dicción impecable y a recolectar certezas intrascendentes que, al crecer, se convirtieron en dudas existenciales.
Y ahí empecé, a los once años, a escribir.