Pálpitos

07/09/2024

Tuve suerte: ya no me transpiraban las manos. Pero la adrenalina me estaba jugando una mala pasada. No imaginaba que Sato tuviese tanta determinación para la maldad. Hacía y deshacía sin titubear.

Llevó a la esposa escaleras abajo. Le había atado las manos con una soga por delante y la empujaba desde atrás, a las patadas, apoyándole la navaja en la espalda. El descenso era pronunciado, así que tuvo que esforzarse para no perder el equilibrio. Yo iba detrás. Me detuve a la mitad de la escalera estudiando la situación: el sótano era un atelier. Sato había dejado al marido maniatado y encapuchado en el suelo y la tensión había transformado el lugar en un escenario lúgubre, inmerso en la quietud propia del miedo.

Para entonces yo sabía que el motín era una farsa y que no íbamos a sacar ningún provecho del robo, pero no reunía el valor para irme. Sato insistía en buscar algo que no encontraríamos nunca. Abajo siguió amenazando a la mujer para obtener la ubicación del dinero, de seguro inexistente. Cuando se cansó de golpearla, le ató los pies a un mueble que había sobre el lateral, repleto de materiales de trabajo. Giró y me miró unos segundos, dubitativo, como si algo no le convenciera. Me pidió que le sacara la capucha al hombre, para que observe. Permanecí cerca, controlando de reojo los movimientos del viejo, que intentaba desatarse y nos insultaba por encima de la mordaza. «Si sale de esta, nos hace pedazos», pensé, porque a Sato se le iban aflojando los estribos de la racionalidad.

Destrozó con la navaja uno de los lienzos apoyados sobre la pared, mientras la mujer se lamentaba, a los sollozos. Después se acercó a ella. Creí que iba a cortarla en rebanadas ahí mismo, pero no lo hizo, sino que tomó un frasco de pintura roja, tiró un poco encima de la navaja, otro poco encima de la mujer y luego limpió la navaja sobre su garganta. El marido no dejaba de agitarse, fuera de sí. Nadie podía dimensionar las intenciones de aquel psicópata, que disfrutaba del terror ajeno. La suerte dependía de su voluntad; la mía no valía nada.

Cuando se alejó de la mujer sentí un alivio fugaz, hasta que apoyó la navaja en mi pecho y me ordenó que la matase. Sentí cómo la vista se me nublaba y los pulmones se me comprimían. Caminé hacia adelante con los ojos cerrados y, aunque sentí que había avanzado kilómetros, luego entendí que habían sido apenas dos pasos. La navaja no dependía de mí, se movía con autonomía de un lado a otro, buscando su objetivo. Y, en ese instante, comenzó el caos. El viejo se había desatado.

Apagó la luz y se abalanzó sobre nosotros. Mis brazos atravesaban el aire como si estuviese nadando, si saber qué tenía delante y qué atrás. Creo que rocé al hombre con la navaja, porque gimió, pero no podía estar seguro. Lo único que me orientaba en medio de la oscuridad, era la luz de la planta principal que esclarecía la parte superior de la escalera. Escuchaba ruidos, suspiros y quejidos. Se había producido una lucha cuerpo a cuerpo entre Sato, que me arrancó la navaja de las manos, y el viejo. Aproveché para emprender la huida. Llegué a los pies de la escalera. Sato me detuvo y me ordenó subir de espaldas. Su rostro estaba desorbitado. El viejo había quedado agachado cerca de su mujer y parecía estar agonizando. Sato sacó de la cintura una pistola y le apuntó a un objetivo en la esquina del sótano, quizás un contenedor de gas o algo así. La habitación estalló.

Salimos despedidos hacia atrás, a un escalón de la planta principal. La casa había quedado completamente a oscuras y ahora el único atisbo de luz remanente, era el fuego concentrado en el sótano: en unos minutos la casa entera estaría en llamas. Sato y yo habíamos quedado aturdidos. Él se agarraba la cabeza e intentaba ponerse de pie, una y otra vez, y volvía a caerse. Logré darle un vistazo al lugar para orientarme y cerré la puerta del sótano para contener la luz: sabía dónde estaba la salida.

Me arrastré por el piso hasta la entrada. De repente, otra explosión hizo temblar el suelo y las paredes. Escuché a Sato gritar mi nombre, pero no tenía intención de volver por ese demente. Llegué a la puerta y me sostuve del picaporte para levantarme. Tenía que salir de inmediato, porque el aire se estaba tornando denso y no sabía cuánto oxígeno quedaba, pero la puerta estaba cerrada. Busqué a ciegas, con las manos, algún rastro de las llaves. Encima de un mueble angosto a mi derecha encontré un pequeño manojo. La segunda llave que probé encajó en la cerradura y al abrir salí despedido otra vez, pero trastabillé sin caer. Tomé una bocanada de aire y me lancé a correr por el césped, dejando esa pesadilla lo mas lejos posible. A la carrera, me giré para ver cómo la casa se convertía en una bola de fuego, desprendiendo un humo tan oscuro como lo que había ocurrido dentro. Seguí avanzando hasta que mis piernas empezaron a debilitarse. El cuerpo no respondía y mi visión se llenó de manchas negras.

Antes de desmayarme, rogué mil veces que Sato no hubiera salido con vida.

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