Quinto piso

12/08/2024

Entré al despacho. Él estaba detrás del escritorio, con los pies cruzados por encima, irradiando la superioridad del cargo máximo. Tenía la mirada fija en el spinner que giraba entre sus dedos, cuyo zumbido, en medio del gélido silencio, se volvía insoportable

Saludé con la firmeza de quien no se intimida. Levantó la cabeza y, con un gesto, me invitó a sentarme frente a él. Nos sabíamos en el comienzo de una pulseada. Para él no había duda: era el único capaz de jugar sucio. No le preocupaba abusar de una transacción constante de favores y promesas, ni pisotear sin escrúpulos a quien se interponga en su ambición de poder. Estaba dispuesto a hacerlo otra vez.

Bajó los pies del escritorio y se levantó de la silla. Los botones de su camisa estaban a punto de ceder mientras se arremangaba. Me ofreció un vaso de whisky. Lo rechacé, pero él, ignorándome, regresó al escritorio con dos vasos. Arrastró uno hacia mí, sumido en la comodidad del triunfo anticipado y el desprecio en el semblante.

Me deslizó una hoja con mi renuncia y colocó una lapicera encima. Miré el reloj: dieciocho cincuenta y nueve. Giré el dedo por el borde del vaso. Él bebió un par de sorbos, mientras observaba el ventanal, esperando.

Un minuto después, su celular sonó. Al ver la pantalla, noté cómo lo imprevisible le arrebataba la templanza. Atendió sin decir una palabra, solo escuchó. Yo seguía girando el dedo sobre el vaso, mientras veía cómo la frente y bozo se le humedecían a causa del sudor repentino. La barba negra sin afeitar parecía aún más grasosa que antes.

Al colgar, terminó el whisky de un trago, se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio, con los puños encima y los dientes apretados:

—Creí que tenías códigos— dijo.

Me limité a sonreír, con la mirada fija en el ventanal.
Luego le devolví la hoja, sin firmar.

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