Trascender

05/09/2024

La casa: una forma de constancia, un abismo insondable que escucha, que mira, que conserva y que, si lo pienso, parece ir hacia alguna parte. Traslada y se traslada, como la niebla baja al amanecer, como un péndulo que va y viene, indiferente del tiempo.

Pasé mi vida entre estas paredes y no reniego de eso. Los modos de la felicidad y de la amargura a veces se reducen a un lugar. Mi lugar es esta casa, con sus maderas que crujen, que manifiestan, con los arcos que invitan sin ocultar, con el cielo raso que oprime cuando falta libertad y se aleja si falta asilo. Así de empecinado en llevar la contraria. Distinguí andando por sus pasillos inhóspitos a los vivos con sus vidas y, muchas veces, a los muertos con su muerte, ingobernables y persistentes, atrapados en medio de lo que no tiene principio ni fin.

El ir y venir de la familia fue, desde que tengo memoria, histriónico y pertinaz. Salvo por Albina. Ella había sido, desde pequeña, indescifrable en los gestos, pausada en las palabras y firme en la observación. Nunca corrió por los pasillos, sino que parecía deslizarse sobre ellos, impulsada por una melodía que nadie mas escuchaba, y la sumía en un entendimiento inabarcable de su alrededor. 

Los motivos de Albina para la risa y el llanto eran misteriosos y repentinos. Las carcajadas, acompañadas por el vaivén de sus rizos, se esparcían por los recovecos y brotaban de las ventanas. Podían escucharse desde cualquier rincón de la casa, sin importar las distancias ni la inmensidad de los espacios, porque las paredes las evocaban. En cambio, su llanto no trascendía las palmas de las manitos con las que se tapaba la cara: quedaba ahí contenido... oculto.

Los años pasaron y la altura de Albina se alejó de la infancia, pero no los rasgos de porcelana. Sus modos se volvieron insondables. Al cumplir los dieciocho años la unieron en matrimonio con un joven de apellido, que no se inmiscuía en sus misterios; ella, en retribución, le permitía hacer y deshacer placeres, mientras respetara las pautas de la discreción. Pero desde entonces, Albina no volvió a flotar sobre los pasillos sino que caminaba con peso y ruido. Andaba con la espalda erguida, una mano sobre la otra, inmutable a los objetos y aromas; sus alegrías fugaces no se repetían en las paredes, pero su llanto brotaba de las hendiduras.

Al enviudar, quedó confusa y dispersa, como si la hubieran despojado de una parte de sí misma. Pero al cabo de unos días, recobró como nunca sus hábitos: se adueñó de la casa o, quizás, la casa se adueñó de ella, porque no volvió a ir más allá de los jardines. Deambulaba envuelta en ropa holgada, con sus rizos ya blancos y estirados, avanzando unos centímetros por encima del
suelo. Los últimos días su risa retumbó como nunca. Albina era ya una transparencia imperceptible, a la que no detenían las paredes ni las puertas.

Y un día lo noté: las ventanas no se dejaban atravesar por el sol y había una quietud inusual. El luto duró de un amanecer a otro, aunque Albina siga en esta casa y la casa siga en Albina. A veces, cuando recorro los pasillos inhóspitos, escucho su risa repetirse en las paredes y me convenzo de que es ella, ingobernable y persistente, atrapada en medio de lo que no tiene principio ni fin.

Barcelona, España
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