Un día más
Era martes. Era noviembre. Era Buenos Aires. La conocí a eso de las ocho y media de la mañana y no supe su nombre. No supe, tampoco, de los fantasmas que la habitaban, de sus batallas ni de sus miserias.
No supe que su despertador había sonado a las seis y media de la mañana, en una habitación de la calle Arenales y que eso, en su universo minúsculo, significaba una condena. Tampoco que ese sonido representaba el preludio de una rutina que le dolía en la mente y en los huesos y que, más por coraje que por obligación, se había destapado, había bajado los pies de la cama y se había incorporado para sentarse.
No supe que cada día miraba, como si en eso se le fuera el aire, la valija estancada en uno de los rincones desde hacía meses, repleta de ropa arrugada y sucia. Que desarmarla implicaba asumir un presente reducido a ese departamento alquilado, a esa habitación desolada, a la alarma penetrante de las seis de la mañana y al porvenir de un día idéntico al anterior.
No supe que se había puesto de pie y había ido hasta el baño. Que se había parado frente al espejo y había tenido lástima de sí misma: el cuerpo castigado, las manchas del cigarrillo, las ojeras silenciosas y la vida sin propósito. No supe que había apoyado las manos a los lados del mármol, ni que se había quedado mirando las pastillas que solían devolverle un consuelo perentorio. No supe que esas pastillas le prometían, si tenía coraje, un consuelo definitivo.
No supe que había llorado un poco, que se había secado las lágrimas, ni que le había preguntado a su reflejo hacia dónde y a costa de qué. No supe que su reflejo había guardado silencio, ni que después de eso había arrastrado lentamente la mano por el mármol hasta alcanzar la ducha...
La conocí a eso de las ocho y media de la mañana, y no supe que ese martes de noviembre, en un departamento alquilado de la calle Arenales, ella había decidido vivir un día más.